Si quieres conocer Recife y Olinda más allá de las postales—probar la auténtica tapioca en Alto da Sé, recorrer cárceles convertidas en mercados, estar bajo gigantes de carnaval—este tour privado lo tiene todo sin prisas.
Empezamos temprano en la playa de Boa Viagem. La brisa salada y cálida se pegaba a la piel, pero se sentía bien después del viaje. Me compré un agua de coco en un kiosco, y la verdad, nada supera ese sabor fresco y frío justo en la arena. Ya había gente corriendo por la acera y niños persiguiendo palomas cerca del agua.
Luego fuimos al Parque Dona Lindu, un lugar que me sorprendió. No es solo un espacio verde; ves skaters deslizándose en la única pista de skate en forma de bowl de esta zona de Brasil, familias paseando con sus perros y, a veces, el aroma a pochoclo de un vendedor ambulante cerca del parque infantil. Nuestro guía señaló el Teatro Luiz Mendonça —diseñado por Oscar Niemeyer, por eso sus curvas tan particulares— y entramos rápido a la Galería Janete Costa para ver algo de arte local.
La Casa da Cultura de Pernambuco es imposible de pasar por alto: un enorme edificio en forma de cruz que fue cárcel en 1855. Ahora está lleno de tienditas que venden encajes y tallados en madera. Aún se pueden ver las antiguas celdas, y algunos vendedores cuentan historias si les preguntas. Compré una pequeña figura de barro como recuerdo; la envolvieron con papel de periódico con mucha destreza.
Paseamos por Recife Antigo hasta llegar al Marco Zero. Bajo tus pies hay un enorme mosaico de Cícero Dias, fácil de pasar por alto si no miras hacia abajo. Barcos se mecen en el muelle mientras músicos callejeros tocan por unas monedas. La Embajada de Bonecos Gigantes está a la vuelta de la esquina; ahí aprendimos sobre esas enormes marionetas de carnaval, algunas más altas que yo. Puedes tomarte fotos con ellas si quieres.
La Sinagoga Kahal Zur Israel está escondida en una callecita estrecha —la primera sinagoga de América, nos contó el guía. Las paredes originales siguen ahí, frescas al tacto incluso en días calurosos. Hay una exposición sobre la historia judía en Pernambuco; me detuve a mirar mapas antiguos y fotos descoloridas.
El Instituto Ricardo Brennand fue como entrar a otro mundo: jardines frondosos afuera y dentro, armaduras, pinturas de Frans Post (esos paisajes holandeses me resultaban familiares después de recorrer Recife) y espadas alineadas tras vitrinas. Aquí reina el silencio; hasta los niños bajan la voz al pasar junto a armaduras que les doblan el tamaño.
Olinda fue nuestra última gran parada: calles empedradas que serpentean entre casas de colores pastel con pintura descascarada y buganvillas que trepan por las paredes. En el Alto da Sé, me detuve a probar una tapioca de una de las tapioqueiras de la Sé (si te gusta lo dulce, pide con coco y leche condensada). La vista se extiende hasta el skyline de Recife, así que no olvides la cámara.
Pasamos por el Monasterio de São Bento y el Convento de San Francisco —ambos Patrimonio de la Humanidad— con campanas sonando a lo lejos. El Mercado da Ribeira estaba lleno de locales comprando fruta o charlando con café en mesas desgastadas. Al final de la tarde, las piernas me dolían, pero la cabeza me daba vueltas con todo lo que habíamos visto: fuertes, iglesias más viejas que muchos países, tienditas repletas de artesanías.
¡Sí! Hay caminos accesibles para cochecitos y lugares como el Parque Dona Lindu donde los niños pueden jugar seguros. También hay asientos para bebés.
No, los guías hablan solo portugués, pero la mayoría de los sitios tienen carteles o personal que puede ayudar si hace falta.
Depende del interés del grupo; normalmente entre 20 y 40 minutos en cada sitio principal para que puedas explorar o tomar algo.
Claro que sí. La Casa da Cultura tiene muchas artesanías locales y el Mercado da Ribeira es ideal para productos hechos a mano o snacks.
Tu transporte es privado y con aire acondicionado—olvídate de buses llenos. Nosotros nos encargamos de todo el traslado para que disfrutes cada lugar a tu ritmo.
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